Entre el miércoles y el jueves ocurrieron dos cosas que me han servido de inspiración para escribir este artículo. Por un lado terminaba Horizon Zero Dawn, juego que debo confesaros se me había hecho bastante largo a pesar de ceñirme a la historia principal; por otro lado salieron en tropel los análisis de Days Gone, como el nuestro de Sonyers.

Ambos títulos comparten una característica común: pertenecen al tipo o subgénero denominado sandbox; y, al menos en el caso del segundo, esto parece haber tenido una repercusión negativa en su calificación.

Tenemos recursos desperdiciados en construir extensiones de mapeado enormes que se vuelven contra el propio juego, y la media de 72 en Metacritic cosechada por Days Gone tras más de ochenta análisis lo atestigua.

Ahora permitidme hacer un paréntesis. Una cosa que siempre me ha llamado la atención de la música es que no hay dos canciones iguales. Resulta sorprendente que, por una simple combinación de notas, surjan miles de melodías tan características. Es un poco como las caras de la gente, que son todas distintas, millones de ellas, aunque a fin de cuentas tienen dos ojos, dos cejas, una nariz, una boca... ya me entendéis.

Con los videojuegos no pasa lo mismo, y es algo muy llamativo. En realidad aquí tenemos muchos más elementos implicados: el apartado sonoro, el gráfico, la historia, el diseño... y sin embargo, no es raro pensar que un determinado juego ya está muy visto. Sony se había preocupado mucho de puntualizar que los humanoides de Days Gone no eran zombis sino engendros... Vale, llámalos como quieras pero ya sé de qué va este rollo.

Al margen de argumentos, esto me lleva de vuelta a los llamados sandbox, que sí, vale, en su momento llamaron mucho la atención, pero se han transformado casi en una obligación cuando en mi opinión no debería ser ni remotamente el caso.

Incluso Uncharted 4, que a mi parecer sigue siendo el rey de esta generación y nos recuerda lo alucinante que puede ser una aventura que te conduce mientras avanza... Incluso este juego, decía, tuvo la tentación de incluir entornos abiertos a bordo del coche, que efectivamente y con permiso, eran muy bonitos pero una chorrada.

Y es que no hay nada más desalentador que notar las cosas forzadas, metidas con calzador por cumplir con una moda. Por supuesto un sandbox tiene un potencial enorme, faltaría más, pero hay que saber llenar todo ese espacio.

En la pasada generación hubo una serie de títulos que, desde mi punto de vista, hicieron esto muy bien, como Oblivion o Grand Theft Auto IV, pero otros ya por entonces se entregaron a la nefasta moda de los sandbox por narices. Me viene ahora a la memoria Batman Arkham City, donde se inventaron una ciudad medio vacía que justificaban como una especie de cárcel con un muro de contención absurdo; mucho mejor el Arkham Asylum, si me preguntáis. Eso por no hablar de Metal Gear Solid V, despedida de Kojima de la saga e irónicamente el Metal Gear menos Metal Gear precisamente por la extensión de su mapeado, que directamente planteaba un juego completamente distinto.

Volviendo a Days Gone, parece que las misiones acaban siendo repetitivas por mucho que vayas de aquí para allá y es que, caramba, no crees todo un mundo si después va a estar carente de variedad, de realismo... de alma.

Jugando a Horizon, como os decía al principio de este artículo, observaba el majestuoso entorno con cierta perplejidad, en cuanto estaba curradísimo pero a la vez ni siquiera era necesario para el desarrollo de la aventura. Cabalgué y recorrí algunos páramos hasta que finalmente me iba de un punto a otro con la opción del viaje rápido... ¡cuánto recurso desperdiciado entre medias!

No señor, hay que justificar la existencia de un mundo abierto que realmente encaje con la historia, que rebose vida, que presente secretos, que te inspire para explorarlo. Y si no, mejor déjalo.

En mi caso personal he disfrutado mucho con algunos sandbox, con esa sensación de ir a tu ritmo, de perderte por sus rincones, irónicamente sin prisa aunque tienes por delante cientos de horas. Ahora bien, si el precio de un mundo abierto es que sea también aburrido y anodino, donde llega un punto en que no sabes ni qué estás haciendo, prefiero con mucho una aventura peliculera que me lleve de la manita.