La sombra de los colosos

El sol entraba a través del arco de piedra construido sobre el altar donde ella descansaba. Tras posarla delicadamente hacía unos pocos minutos, una entidad, Dormin me habló al instante desde los cielos. Me dio las instrucciones para conseguir aquello por lo que había viajado durante semanas sobre mi caballo con ella en mis brazos, sumida en ese profundo sueño del que fui incapaz de despertarla. Pero Él sabía cómo hacerlo: con su voz grave y casi metálica, como proyectada desde una oscura cueva, me guió hacia mi primer objetivo.

Mi fiel equino me instó a partir con un suave golpe en mi hombro. De pelaje negro como los ojos de ella, Agro parecía decirme que no me demorara más en mi misión, y me pregunté si no sería ella quien estaba comunicándose conmigo. No dudé en subir de nuevo a su lomo y tomar el camino a la derecha del altar para salir a la explanada verde que podía ver desde el otro lado de la cama de piedra donde la abandoné a ella. No temas, pronto volveré a estar contigo, pensé mientras espoleaba a Agro.

Los rayos de sol me cegaron nada más salir a la vasta extensión que guardaba el secreto para despertar a mi amada. Levanté el brazo derecho para cubrirme los ojos. Al alzar mi espada con este gesto, su punta comenzó a brillar en tonos celestes. Decenas de rayos emanaron de ella, apuntando en todas direcciones.

El encuentro con el coloso

Agro realizó un giro a la derecha y las guías de luz fueron convergiendo hacia un único punto: una pared de roca que me cortaría el paso al alcanzarla. Bajé raudo del corcel y me dispuse a escalar el obstáculo; la orografía del terreno no me puso tantas complicaciones como las que esperaba, por lo que pronto había coronado la cima. Mis ojos no dieron crédito al ver lo que esperaba en aquel risco: una bestia de veinte metros de alto que caminaba pesadamente hacia el oeste.

Dormin había sido claro: debía acabar con el coloso con mi espada. En una de sus pantorrillas, la criatura de roca y musgo tenía un extraño símbolo que emanaba cierto fulgor, por lo que me dirigí hacia su maltrecha pierna a dar la primera estocada. Cuando hube alcanzado la zona, clavé mi espada en aquel símbolo y una nube de gas negro salió expulsada. Caí al suelo, mas no tardé en recuperarme y comencé a escalar de nuevo hacia la frente del monstruo, donde pude ver una marca parecida a la de su extremidad inferior.

No resultó sencillo: el cansancio se apoderaba de mí mientras saltaba por los salientes de piedra de aquella bestia y me agarraba con fuerza al musgo que, cual vello humano, crecía por gran parte de su cuerpo. El coloso se revolvió en varias ocasiones, haciéndome caer y obligándome a empezar de nuevo la tarea de alcanzar su testa. Finalmente lo logré y hundí mi arma repetidas veces en su frente. Ambos caímos al suelo y pude ver cómo la bestia perdía la vida entre tenebrosas nubes de una negrura absoluta.

La sombra se iba alargando

Volví al altar donde ella reposaba y la voz me habló por segunda vez: otro destino y otro gigante al que derrotar. La misión se repetía en bucle a medida que yo me hacía más fuerte, el reto de arrebatar la vida a las criaturas más complicado y el esperado momento de verla despertar a ella más cercano.

Pero algo me inquietaba; dentro de mí brotaban dudas tan misteriosas como aquel fluido negro de las bestias a las que mataba. Me pregunté a mí mismo si estaría haciendo lo correcto, si de alguna manera estaba liberándolos de un increíble sufrimiento o si por el contrario los estaba condenando a un pesar mucho mayor por culpa de mi egoísmo.

A pesar de la luz de sol, a pesar de la luminosidad en la cara de mi amada, a pesar de la claridad de su rostro y del calor que iba coloreando poco a poco sus mejillas, la sombra de los colosos cada vez iba siendo más alargada y el frío que se iba apoderando de mí, más gélido.