Para caldear el ambiente terrorífico que nos ofrece la fiesta de Halloween, te hemos preparado un relato largo dividido en tres partes y basado en uno de los mejores juegos del género del terror de la presente generación: Resident Evil VII.

Primero iniciamos nuestra pesadilla en la casa de los invitados, luego un escabroso paseo por la casa principal... si todavía te quedan agallas para llegar hasta el final aquí te presentamos "La casa de los Redfield", la última parada en este viaje de locura y muerte que solo los más valientes se atreven a recorrer.

Feliz Halloween...

Resident Evil VII: La casa de los Redfield

Claire Winters llegó a Jackson, Tennessee, apenas unas horas después de que su contacto en el sureste del país le diera el chivatazo de un suceso que todavía no había salido a la luz y que tenía todas las papeletas para ser una de esas historias mitad reales, mitad sobrenaturales, que le encantaba consumir a la mayoría de sus lectores. Asesinatos, suicidios, desapariciones y otros relatos truculentos que había sabido rentabilizar gracias, en parte, a la fama de su abuela, Lana, y de la que había tomado prestado su apellido para que la relacionaran desde el primer momento con la historia que había dado origen a su afición y profesión: las atrocidades que ocurrieron en Briarcliff en 1964.

La periodista y escritora se acercó al 253 de Raccoon Lane por la parte de atrás de la casa. Una valla de madera separaba el jardín de la finca del callejón trasero. Winters dio dos golpecitos en la puerta con los nudillos. Su contacto en la policía estatal le abrió disimuladamente y le entregó un chaleco fosforito con el logotipo del cuerpo en la pechera izquierda y las palabras “Prensa autorizada” a la espalda antes de dejarla acceder al jardín.

—Ya sabes: puedes tomar los apuntes que necesites pero no toques nada —dijo el agente con seriedad.

—Gracias, Albert.

Winters se colocó el chaleco y se dirigió al interior del chalet. Probó a abrir la cristalera que permitía el acceso a la cocina y la abrió sin problemas. Ya dentro del edificio, no observó nada fuera de lo común: una cocina amplia conectada a un comedor con capacidad para doce o catorce personas, un salón decorado con dudoso gusto y mobiliario de calidad media y un aseo estrecho que aprovechaba el hueco de la escalera que subía al segundo piso. Un agente de policía bajaba por ella en el momento en que Winters miraba hacia arriba.

—La carnicería está arriba —dijo el policía señalando con su pulgar sobre el hombro—. Mis compañeros ya han terminado, así que puede asomarse.

La escritora agradeció con una sonrisa y se dirigió al segundo piso. Por el pasillo que llevaba a los dormitorios se cruzó con otros dos agentes y vio a dos más salir de la última puerta a la derecha. Winters caminó hacia allí con paso decidido. Al entrar, se le formó un nudo en el estómago nada más contemplar la escena. Por un momento tuvo que cerrar los ojos y respirar profundamente para evitar soltar sobre la moqueta de la habitación el desayuno que había tomado esa mañana. Cuando volvió a abrirlos, vio a un hombre que le tendía una botella de agua. No se había percatado de su presencia al entrar en la escena del crimen.

—Tome —dijo el hombre—. Si quiere hablamos en el piso de abajo. Soy el inspector jefe Kennedy.

—No se preocupe; lo aguantaré. Jessica Mills, del Tennessee Tribune —mintió mientras le estrechaba la mano.

Winters echó otro vistazo a la habitación antes de centrar de nuevo su atención en Kennedy. La moqueta, de color crema, se había teñido de rojo en prácticamente la mitad de su superficie y hasta tres de las paredes tenían enormes manchas de sangre como si ésta hubiera salido a presión al abrir una lata de Pepsi. La mayor parte del mobiliario estaba destrozado y en el centro de la sala se encontraban dos cuerpos. A Winters le parecían dos varones, pero era incapaz de determinar su edad: uno de ellos se encontraba bocabajo, con las manos aplastadas bajo el pecho; el segundo tenía la cara completamente desfigurada, podía vérsele el cráneo en algunos puntos de la frente y del carrillo izquierdo y la nariz había desaparecido, así como el labio superior. También se dio cuenta de que al cadáver le faltaba carne entre el cuello y el hombro derecho.

—Parece más de lo que es —comentó Kennedy al ver la expresión de la mujer— En vez de a Homicidios tendrían que haber llamado a Antivicio.

—¿A qué se refiere? —preguntó Winters.

—Esto se lo han hecho ellos solitos —el inspector señaló a la mesa baja frente al televisor, que era uno de los pocos muebles que no se encontraban rotos o volcados—. Hemos encontrado restos de metilendioxipirovalerona entre todo ese desastre de videojuegos y películas, cajetillas de tabaco y porros a medio consumir.

—¿MDPV? ¿Eso no es...?

—La droga caníbal —le interrumpió el hombre—. Estos dos se dieron un buen atracón anoche. Varones de dieciséis y diecisiete años, americanos, originarios de Tennessee los dos. Hemos contactado con los padres del mayor, los dueños del domicilio: están pasando el fin de semana en una casita que tienen en Maine. Al parecer Bloodyface llamó a su coleguita para ponerse hasta el culo mientras jugaban videojuegos.

Winters dio un respingo cuando escuchó el mote que el inspector le puso al chico de la cara desfigurada. No le estaba gustando nada la actitud ni las faltas de respeto de Kennedy, que siguió con su discurso:

—Así que se meten un poco de MDPV, se les va la mano y entre las alucinaciones y los jueguecitos, el coleguita se lanza a morder al otro, hay un rifirrafe y finalmente, el zombi le arranca la cara de un mordisco.

—¿Y el atacante? ¿Cómo ha muerto?

—Parece que ha sufrido un infarto a causa de la taquicardia provocada por la sustancia, pero le haremos llegar el resultado de la autopsia en los próximos días —Kennedy miró su reloj—. Tengo que irme, señorita Mills. Puede echar un vistazo más si lo desea, pero intente no vomitar en la escena del crimen. Si necesita más información, puede preguntar a alguno de mis agentes.

El inspector se despidió con un apretón de manos.

Tras la impresión inicial que le produjo ver tal escena minutos antes, Winters inspeccionó más a fondo la habitación con la mirada, sin moverse del mismo punto, a escasos centímetros de la puerta. Todo parecía encajar en el dormitorio de aquel adolescente americano. Se fijó en algunos detalles, pues eran éstos los que otorgaban verosimilitud a las historias que ella contaba y en muchos casos, los que diferenciaban una historia criminal convencional de una sobrenatural. Lo único que le llamó la atención fue un mapa roto y con manchas de sangre que había tirado por el suelo. Parecía de la zona del estado de Luisiana y alrededores. La televisión estaba encendida pero sólo se veía la pantalla en negro, seguramente por el modo de ahorro de energía de la videoconsola que vio conectada; lo mismo ocurría con el ordenador portátil que había sobre la cama.

La mujer se dio la vuelta para salir de la habitación cuando escuchó algo a su espalda. Se giró rápidamente, pero no vio nada extraño. Tras fijarse mejor, vio un disco a medio insertar en la ranura de la videoconsola. Estaba segura de que un instante antes el disco no estaba ahí; había debido de expulsarlo automáticamente. Intentó leer el título del juego, pero el disco estaba manchado de una sustancia negra, parecida al petróleo. Un hilillo viscoso del mismo líquido salía de la ranura y manchaba el mueble de la televisión y más abajo, la moqueta.

Sin perder más tiempo, salió de la habitación del pobre chico y bajó las escaleras del chalet. En su camino hacia el exterior de la casa, vio hasta tres fotografías de la familia. En todas ellas aparecía el joven con una expresión de angustia y los ojos llorosos, solo que no eran lágrimas transparentes lo que manaba de ellos, sino el fluido negro que había visto en la habitación. Tuvo la sensación de que si pasaba los dedos por las fotografías, sus dedos se mancharían de lo que quiera que fuese aquello. Una sensación de ahogo se apoderó de su pecho hasta que salió de la casa y atravesó el jardín hacia la calle.

Desde el otro lado de la calle, Claire Winters echó un último vistazo a la casa de los Redfield. Tuvo una extraña y aterradora sensación que le llevó a prometerse que no escribiría sobre aquella historia. Buscaría cualquier otra para su futuro libro de relatos, si es que lograba quitarse de la cabeza aquella cara desfigurada a mordiscos.