La casa era pequeña, incluso humilde en su sencillez, pero muy acogedora. La luz de su interior resplandecía como un faro en medio de la oscura noche, entre los árboles, en alguna parte de un bosque perdido. El deslizador de la familia Strife, aparcado a poca distancia, reflejaba en su carrocería las sombras que iban y venían, como si fuera un teatrillo de marionetas. Los gritos de los niños eran de una sincera felicidad, pues ir a casa de los abuelos siempre era una aventura.

Mientras el resto de la familia preparaba las habitaciones y cocinaba algo para cenar, Cloud se había sentado junto a la chimenea, en una cómoda pero ajada butaca. Sus tres nietos se arremolinaban a sus pies, con las piernas cruzadas en el suelo, aunque siempre dando la sensación de que en cualquier momento se iban a levantar de un salto.

-¡Cuéntanos cómo salvaste a la abuela! -dijo la más pequeña.

-Eso, ¡cuéntanos esa historia! -exigió el mayor.

Cloud rió sinceramente. Hacía ya muchos años de aquello, pero nunca se cansaba de contarlo e incluso de revivirlo para sus adentros. Los 21 años, que quedaban ya tan lejos, fueron sin duda los más intensos de su vida. Incluso habiendo sentado la cabeza, nunca olvidaría los tiempos en que se armó con su Buster Sword para verse implicado en una verdadera epopeya junto a sus camaradas de Avalancha.

Por un momento se quedó pensativo, con la mirada perdida. A veces se había despertado en medio de la noche, sudando, imaginando que nunca lo había conseguido. Que nunca había salvado a su mujer. Había soñado con un mundo gris, sin sentido, donde cuidaba las flores de una Aeris que nunca pudo volver a la vida, en la vieja iglesia de Midgar.

Pronto volvió a la realidad, resoplando de alivio al recordar todo aquello como agua pasada. Por eso había decidido colgar la espada, retirarse y dedicarse a la familia. Aquel tipo curtido que ahora reparaba deslizadores, con ese pelo de punta tan característico, pasó a ser una persona anónima por decisión propia, cuando prácticamente había sido el mayor de los héroes.

-¿Qué pasa, abuelito? Anda, ¡cuenta la historia!

Recuperó la sonrisa, que incluso se veía entrañable en su ya arrugado rostro. Y por fin, con un esperado movimiento de labios, comenzó su relato.

-Cuando aquel hombre malvado, Sephirot, clavó su espada en el bello y delicado cuerpo de la abuela, la verdad es que no me lo podía creer. Incluso cuando ella yacía en mis brazos, dedicándome una última mirada, calentando mi rostro con un suspiro final, me negaba a aceptarlo. -Cloud empezó su historia.

En ese momento, Aeris se asomó por la puerta, sonriendo a su marido. Sin emitir sonido, sus labios pronunciaron un claro "te quiero", y prosiguió con sus quehaceres.

-Pero si estaba muerta, ¿cómo pensabas que no, abuelito? ¡No lo entiendo! -dijo el nieto mediano, el que más se parecía a Cloud.

El viejo, antaño soldado y mercenario, ahora cuenta-cuentos, prosiguió el relato.

«Algo dentro de mí me decía que en ese mundo, en ese lugar donde lo imposible se había vuelto real, de algún modo resucitaría a mi amada. Es difícil de explicar, pero lo que era evidente ante mí, también era imposible en mi cabeza. Quizás fuera así para no sufrir tanto, para no enfrentarme a la posibilidad real de que Aeris hubiera muerto.

Lo primero que hice fue perseguir a Sefirot hasta las entrañas del mundo y más allá, hasta el interior de un meteorito que amenazaba con destruir el planeta. Este individuo había adquirido sin duda unas habilidades sobrenaturales, y yo pretendía que me devolviera lo que me había quitado. Mas no fue así.

Derrotado mi archienemigo y recuperado el equilibrio en el mundo, Aeris no regresó. Pero yo no me rendí. Estuve recogiendo información, hasta que oí hablar de dos tremendos adversarios, aún más fuertes que el propio Sefirot: uno se encontraba en el desierto ardiente, reposando bajo la arena. Y el otro en las profundidades oceánicas, en el silencio de la fría noche. Entonces quise pensar que si yo era el más fuerte del mundo, el más poderoso, podría salvar a la abuela.

Cargado de confianza tras vences a Sefirot, planté cara a estos dos engendros mecánicos, sólo para comprobar cuán lejos estaba de poder derrotarlos. Tuve suerte de salir con vida de aquellos encuentros. Desesperado, vagué por el mundo, buscando en el fondo un milagro, hasta que un peregrino de Kalm me habló de una lejana isla, al noreste, donde se encontraba la Materia Definitiva.

Ir allí era imposible por las constantes tempestades y los vientos perpetuos, lo cual si cabe llamaba más mi atención, al estar esta isla rodeada sin duda de un cierto halo mágico.

Pregunté a todos los fabricantes de barcos y aviones de todo tipo sin éxito, hasta que mi sorpresa fue mayúscula cuando, leyendo una simple revista, supe de la existencia de unos chocobos de color dorado, que podían incluso caminar sobre las aguas y desafiar los elementos.

El abuelo se embarcó entonces en una extraña faceta de su vida, que tampoco voy a contar en detalle para no alargar demasiado la historia. Baste decir que me transformé en una especie de criador y jinete de chocobos, y llegué a ser famoso en las carreras de Gold Saucer. Finalmente, a base de entrenar a estas simpáticas aves, mediante cruces selectivos, de pronto vio la luz el chiquitín resplandeciente. Mi ilusión.

Cuando el chocobo dorado creció, cabalgué con la esperanza como bandera, rumbo a la isla perdida. Y así la encontré: la invocación de los Doce Caballeros que mencionaba la leyenda. Su poder hacía palidecer al mismísimo dragón legendario, Bahamut.

Equipado con este nuevo poder, tras preparar minuciosamente una estrategia, regresé a aquellos lugares impíos donde residían las bestias robóticas. Y logré vencerlas. Con mis compañeros de Avalancha exhaustos, sólo conmigo aún en pie, pero lo conseguí. Era el más fuerte del planeta, había derrotado a los monstruos más poderosos, podía reclamar el mundo si así lo quería. Pero yo no deseaba nada de eso, tan sólo el amor perdido.

Continuará...