El sol ya iniciaba su descenso tras otro día sin sobresaltos para los Nora. Aloy se despertó de la siesta y se desperezó, ansiosa por aprovechar la tarde libre para una de sus actividades favoritas: curiosear.

Esa misma mañana Rost y ella habían estado practicando con el arco. La joven Aloy tenía 15 años, aún le restaban tres para enfrentarse a la gran prueba del guerrero, pero ya se podía equiparar a muchos Valientes por su duro entrenamiento y su aún más dura obstinación. La chica era menuda, tenía la cara surcada de pecas y el pelo rojo como el fuego, y a pesar de su aparente fragilidad era fuerte y muy ágil, y en su mirada se adivinaba un brillo cuando tenía ante sí una presa, lo que antaño era una bestia metálica capaz de infundir temor al corazón más rudo. Era una cazadora, y cada día era mejor.

Sus pasos la llevaron más allá del risco, cruzando el río donde solían parar a beber los Astados. A Rost le había dicho la noche anterior que dedicaría el día a buscar nuevas flores para sus clases de medicina, prefería ir sola y no preocupar a su mentor. Hacía unos días descubrió a lo lejos un inusualmente numeroso grupo de Vigilantes al pie de la montaña, se decía que las montañas albergaban cuevas tan profundas y peligrosas que cualquiera que se adentrara en ellas no volvería a ver la luz del sol y estaba claro que a nadie en Corazón de Madre se le había perdido nada en ellas.

Aloy se acercó despacio al grupo de Vigías, aprovechando la hierba alta para ir acortando distancia sin ser vista. Gracias al visor acoplado junto a su oreja podía ver impreso en el suelo una luz que indicaba la ruta de cada máquina, algo que descubrió de niña y que tan útil le había resultado en todas sus expediciones. A medida que se acercaba a la base, el número de máquinas se iba incrementando, y cuando estuvo lo bastante cerca la vio, ahí estaba la entrada a la gruta. Sólo había dos problemas: Tenía ante sí una explanada sin lugares para esconderse y un enorme Recolector Ígneo junto a una docena de Vigías. Entrar allí no iba a ser fácil.

Pero Aloy no era de las que se rinden fácilmente. Se deslizó con cuidado por los alrededores en busca de una distracción, y encontró a un grupo de Galopadores muy cerca de la entrada, sólo tenía que asustarlos para que echaran a correr en la dirección correcta, y así el Recolector y los Vigías se distrajesen lo justo para poder entrar sin ser vista. Estaba a punto de ejecutar su plan cuando su pie rompió en dos una rama oculta entre el follaje y un ‘clack’ resonó en la quietud del bosque. De inmediato los Vigías estiraron el cuello y la luz del foco que tenían por ojo brilló con un amarillo intenso, enfocando directamente hacia donde se ocultaba.

Torpe, torpe, torpe - se repitió Aloy mientras corría agachada, alejándose de su última posición, que muy pronto sería rastreada por los implacables vigilantes. Una vez a salvo comprobó que la explanada sólo estaba vigilada por el Recolector. Tenía que actuar rápido. Tomó una flecha de su carcaj, relajó la respiración, tensó el arco, tomó aire y la fecha salió disparada tres metros por encima y a la derecha de la gran máquina, acertando en una hendidura que desprendió varios trozos de roca. Justo en el blanco.

El Recolector giró su pesado cuerpo metálico con brusquedad en esa dirección, emitiendo un chasquido agudo seguido de un ruido neumático. Aloy avanzó por la izquierda con rapidez, poniendo esta vez cuidado en no repetir una pisada ruidosa, y sus pies corrieron ágiles hacia la entrada de la cueva. Cuando el Recolector volvió a su posición con otro rápido movimiento la paria ya estaba dentro, habituando sus ojos a la oscuridad de la estancia y con una sonrisa de suficiencia en su rostro.

Avanzó por un largo y angosto pasillo hasta llegar a una bifurcación. Gracias al visor pudo ver cables enterrados en el camino de la izquierda y tomó esa dirección. Pronto el pasillo se llenó de más cables y varios focos emitían una tenue luz azul. Le vino a la memoria la cueva a la que cayó de niña el día que encontró su visor, su preciado tesoro. Estaba claro que aquel sitio era igual, y eso llenó a Aloy de entusiasmo, tal vez encontrase otro objeto misterioso que le sirviese para arrojar algo de luz a todo el misterio que siempre acudía a su mente, a toda esa parte del mundo que no entendía.

Llegó a una sala con varios paneles luminosos y una gran mesa redonda en el centro. Años, tal vez siglos, habían hecho crecer una capa de musgo y raíces sobre el mobiliario, pero Aloy distinguió un pequeño dispositivo en el centro, con un círculo de luz que parpadeaba emitiendo destellos azules. Dirigió la retícula de su visor a la luz y, de pronto, una figura holográfica se apareció de golpe entre dos sillas. Era una mujer.

Aloy mantuvo su mirada fija en ese rostro, sin pestañear. Pasaron cinco segundos de absoluto silencio, diez segundos.

Entonces el holograma volvió a la vida, la mujer habló.

Lo que dijo cambió la vida de Aloy para siempre.